Reseña: Opus Nigrum

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La obra en negro

Por Luis Eduardo Barrueto.
La escena que abre Opus Nigrum, el libro de la escritora francesa Marguerite Yourcenar, nos sitúa en el camino europeo en que se encuentran Zenón, el escurridizo filósofo protagonista, y su primo Henri-Maximilien, de una forma casi tan sutil que no terminamos de advertir que este camino es el que seguiremos los lectores en el resto del texto. En estas primeras páginas se contraponen la paciente sabiduría y errante persecución de la verdad del uno con las victorias aún por verse y los anhelos caballerescos del otro.

Dice Zenón a Henri-Maximilien, hijo de un mercader marcado a partes iguales por su historia familiar y su gana de romper con ella:

¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel? Ya lo véis, hermano Henri, soy en verdad un peregrino. El camino es largo pero yo soy joven.

Que este cruce de caminos antes de un viaje sea el punto de partida no es accidental, ya que nos sitúa ante un viaje espiritual que hace Zenón desde ese punto – y nosotros con él -, a través de varias ciudades europeas y que, en un giro inesperado, pivota de vuelta sobre su ciudad natal de Brujas, Bélgica, para encontrarse con el significado al que había estado huyendo por años. Este retorno es como una vuelta que hace alrededor de su propia celda, en la que en algún punto de la historia es colocado con injusticia y perjurio, pero que representa una prisión de carne y hueso más que una prisión literal. Esos dos significados de prisión – y por añadidura, de libertad – son indicados por el epígrafe de Pico della Mirandola que abre la novela:

«La naturaleza encierra a otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo.»

Esta plasticidad del hombre a la que se refiere Mirandola marca el punto de quiebre con el pensamiento medieval – esencialmente aristotélico – que aún no cedía el paso a la ciencia exacta de la modernidad, aunque como leemos en las páginas de Yourcenar, sus ideas circulaban ya como fantasmas por los caminos europeos. Y es que, al contrario de lo que usualmente creemos, el paso de la visión religiosa y dogmática de la Edad Media a la ciencia dura del siglo XVIII no demarcó una línea recta. Medió, por el contrario, una época en la que una visión materialista pero no mecanista estaba a la orden del día, y cuya transición no se selló sino hasta después de Newton – a quien algunos han llamado el último de los alquimistas y el primero de los científicos.

Este materialismo particular contenía un elemento vitalista; explicaba el mundo con referencia a la materia y no al espíritu, pero era materia viva, pensante, iluminada. Yourcenar lo explica en su nota final a la obra, donde coloca a Zenón como «a medio camino entre el dinamismo subversivo de los alquimistas y la filosofía mecanicista que iba a tener para ella el inmediato porvenir, entre el hermetismo que coloca a un Dios latente en el interior de las cosas y un ateísmo que apenas osa decir su nombre, entre el empirismo materialista del práctico y la imaginación casi visionaria del alumno de los cabalistas…»

Así, sin dar un paso definitivo, Zenón se posiciona con comodidad entre dos visiones del mundo. La fórmula alquímica que da título al libro se refiere, precisamente a un estado de transformación, «la fase de disolución y de calcinación de las formas, que es la parte más difícil de la Gran Obra». A esta transformación de los elementos que hacían los alquimistas y la transformación de la época en la que habitó el protagonista, se suma una tercera, la del propio personaje.

En Zenón se canta al tiempo a la libertad, la vida y la rebeldía que supuso habitar el fragmento de historia que atrajo a Yourcenar para la novela, en cuya preparación trabajó durante media vida. En Zenón se funden al tiempo Leonardo, Paracelso, Copérnico, Campanella y Erasmo, al tiempo que incontables rasgos de la filosofía que, como ahora, han dado siempre forma al mundo.

En aquel cruce de caminos, las posturas encontradas de Henri-Maximilien y Zenón están en desacuerdo en todo menos en una cosa, cuando dicen «El mundo es grande». Y en seguida, Zenón aprueba y añade el que se convertiría en el epitafio de Yourcenar: «Quiera Aquel que Es tal vez dilatar el corazón del hombre a la medida de toda la vida». Con esa profundidad y detalle, nace en el lector una emoción que ebulle ante la posibilidad de que, como en la autora, nazca en uno ese mundo histórico que nutrió una ficción tan acabada y que borró de golpe la ilusión de que es una cosa distinta que la propia ficción.

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Opus Nigrum,
Marguerite Yourcenar
1982, Emma Calatayud (Trad)
Alfaguara

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Una respuesta a «Reseña: Opus Nigrum»

  1. Avatar de Aroldo Orellana
    Aroldo Orellana

    Welcome a esta your casa. Exit…o