Al sentirse atormentado por el ruido estridente del despertador que inundó la habitación con su molesto pitido, lo programó con diez minutos más, anhelando que cada uno de ellos se hiciera eterno. Cuando lo escuchó de nuevo, forzó su cuerpo y renegando aun adormilado, Arturo empezó a prepararse cada vez más deprisa para procurar no llegar tarde. Sabía que la distancia a su trabajo le toma veinticinco minutos, siempre que no existieran imprevistos y nunca nadie cuenta con ellos.
El trayecto fue como el de todos los días, un paisaje de calles, transeúntes, árboles y vehículos en movimiento, que tenían como fondo montañas y cerros, todo iluminado por la claridad de la mañana y opacada por el humo que los automotores expelían sin pena alguna. Peleaba con el tráfico y escuchaba el programa cómico de la radio, que con suerte le daría un buen tema de conversación para cuando estuviera con sus compañeros de labores. Ya en su escritorio se sintió como en casa. Lo acompañaba una pila de documentos y un computador que hacían juego, porque a simple vista se percibía un desorden que solo él sería capaz de comprender. Disfrutaba la tranquilidad que le brindaban su escritorio y las tres paredes que formaban un pequeño cubículo de dos por dos metros.
Llegadas las diez de la mañana, los trabajadores se tomaban un descanso para refaccionar y conversar un rato. Se dirigió al pasillo donde Doña Esmeralda, como en los últimos 18 años, les esperaba con variedad de comida. Siguiendo la rutina se acercó al grupo en dónde se encontraban: Graciela, Amparo y Carlos. Cuando veía a la primera, tenía que hacer un esfuerzo por no soltar un suspiro que le delatara. No era muy alta, ni tenía un cuerpo de medidas perfectas, pero era atractiva, su sonrisa era cautivadora, su piel morena se percibía tierna y suave y vestía bien. No obstante por lo que más destacaba, era por su forma de expresarse, siempre sonaba culta sin mostrarse pretenciosa. Cada vez que tenía oportunidad conversaba del libro que estaba leyendo. Contaba lo maravilloso de la historia y lo profundo de las ideas que estaba descubriendo, procurando no revelar demasiado, por si a alguien le interesaba acompañarla en la actividad.
Arturo se sentía extasiado cada vez que la escuchaba, era como escuchar una canción con la letra, ritmo y armonía perfecta. Se maltrataba a sí mismo por no poseer el hábito de la lectura. Cuando regresaba a su cubículo, siempre se prometía que esta vez sí comenzaría a leer, porque a parte de que era bueno para él, tendría más temas de conversación con Graciela.
Después de muchos intentos, en esa ocasión, a su hora de almuerzo, en lugar de buscar al grupo, se dirigió a una librería y compro un ejemplar del libro del que había hablado ella por la mañana. Se motivó pensando que solo eran 312 páginas, pero las cuentas no le salían. –Si leo diez páginas diarias, terminaré en un mes– se decía desanimado, porque le parecía mucho tiempo y más de diez páginas diarias, un imposible.
Cuando estaba por terminar el horario del almuerzo, regresó a la mesa en donde se encontraban sus compañeros y orgulloso mostró su ejemplar. Graciela sonreía y lo felicitaba por la buena decisión tomada. –¡Qué alegría que decidiste acompañarme en la lectura!– le dijo –Será muy interesante escuchar tus opiniones– le enfatizó.
Salió de su trabajo unos minutos tarde, porque no era de los que salían a la hora en punto. Manejó a su casa relajado, recordando la sonrisa de Graciela al ver su compra. Al llegar a casa, decidió descansar unos minutos, mientras escuchaba un CD que había comprado hace poco. Tomó el libro y empezó a leer las primeras páginas, el editorial y todos esos datos que poco le aprovechaban. Mientras lo hacía, decidió que primero llamaría a su vecino de enfrente, tenía algunos días de no saber de él y eran buenos amigos. Éste le invitó a tomar algo a su casa y dejando el libro a un lado, fue a pasarla bien un par de horas.
Al regresar ya tenía hambre. Se preparó algo para comer. Mientras cenaba tomó de nuevo el libro y empezó a hojearlo, pero se dio por vencido. Intercambiar bocados y lectura le era incómodo.
Para hacer digestión se dirigió al sillón de la sala, tomó el control remoto y empezó a ver la serie de los martes. “Es que está muy buena y sería una lástima perderle el hilo” se dijo. Con la misma excusa vio las tres series de siempre. Apagó la televisión y poniéndose lo más cómodo posible, tomó el libro. Luego de leer la primera página se dio cuenta que no había entendido nada, pero antes de reiniciarla, se percató de la hora.
Decidió que se prepararía para dormir antes de leer, por si el sueño se apoderaba de él. Ya en cama, bien abrigado y cómodamente recostado, con poca luz y el cuerpo pidiéndole reposo, volvió a abrir el libro.
A la mañana siguiente cuando el despertador le avisó que era momento de volver a la acción, no programó los diez minutos extras, se levantó preocupado pensando en qué le diría a Graciela sobre el libro. No recordaba absolutamente nada, de hecho, no sabía si había sido capaz de leer algún párrafo. Se sentó en la cama y se dijo así mismo: “Maldita sea mi suerte, seguramente yo no nací para ser lector”.
Comentarios
4 respuestas a «Quiero ser lector»
Mano quiero conocer a Cintia y a Graciela!!!
Yo me «enamore» de una chava por cómo escribe, no la conozco, ni siquiera sé de que país es. Intente escribirle pero me paso las de Arturo con la lectura, sigo sin escribirle XD
A proposito, gracias por el relato 🙂
he de confesar que empeze a leer un autor por culpa de una mujer jejeje
yo lo retome por culpa de un hombre… la verdad fue algo bueno, de lo poco bueno que me dejó