Más que un placer

Peculiar sería la forma en que definiría mi etapa en la primaria. Los seis años de estudio los hice en cuatro distintos colegios y mi estadía en ellos fue desordenada, pues iba de uno a otro para luego regresar al primero. Uno de ellos tenía bases católicas, otro evangélicas, el otro era adventista y el último laico. En uno fuimos siete alumnos en clase mezclando los integrantes de tres diferentes grados, en otro veinticinco, en el tercero llegamos a ser treinta y cuatro y en el último unos veinte. Esos constantes cambios hicieron que tuviera que adaptarme a distintos lugares varias veces y que tuviera que pasar por distintos métodos de enseñanza y particularidades de reglamentos, modos y caprichos de las instituciones y de los profesores.

Fue en segundo primaria cuando inició la ardua tarea, y martirio para casi todos, de aprender las tablas de multiplicar. Confieso que entonces me gustaba mi maestra de el colegio Jerusalén, el de principios evangélicos, y eso añadía presión a mi aprendizaje porque disfrutaba su sonrisa cuando, agradada, me congratulaba por alguna tarea bien hecha. Para tercero me cambiaron de colegio y fue hasta el siguiente, ya en cuarto, cuando regresé al Jerusalén,  para entonces contaban ya con nuevas instalaciones, más grandes quizá, pero a mi me quedó la nostalgia por las anteriores, o quizá era por la profesora.

Cada centro educativo tuvo sus particularidades, en cuarto grado una de las que más recuerdo fueron las clases de música, sin duda las peores que recibí, no aprendíamos nada y tocaba escuchar gritos desafinados y fuera de compás mientras duraba la misma. Quizá cansado de eso el profesor decidió que la dinámica sería enseñarnos una canción que cantaríamos todos al unísono mientras él, al frente, acompañaba con la guitarra, cosa de no sufrir con la falta de talento de cada uno por separado. El toque final a lo terrible de aquellos momentos lo daba las malas canciones que el profesor escogía, varias de ellas de tinte religioso.

—Hoy vamos a aprender la canción de la tabla del ocho —llegó diciendo un día y, luego de que la cantó para mostrarla, no hubo uno solo de los alumnos que celebrara su desatino.

Aún tengo presente la letra: “La maestra lo felicitó, porque la tabla del ocho aprendió, ha jugado con esta canción, la tabla del ocho le entró en el melón…”

Hace unos días veía en YouTube el discurso de aceptación del Nobel por parte de Vargas Llosa en 2010. No es un discurso memorable o cuyas conmovedoras palabras me impulsen a recomendarlo, pero hay una parte interesante que me permito citar:

“Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos, de la cuna a la tumba, la temen, tanto, que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes.”

Algunos dicen que la literatura es un arma que puede utilizarse contra las tiranías, para defender la libertad, que se puede utilizar contra la injusticia y un sinfín de máximas que enaltecen a los libros. No estoy de acuerdo con ello, las armas con que contamos somos nosotros mismos, nuestra razón, nuestros objetivos, nuestras acciones y nuestros compromisos. La literatura es, en cambio, una valiosa herramienta que nos brinda conocimiento, mismo que podemos aprovechar, porque no basta con solo tenerlo, para razonar mejor, establecer de mejor forma nuestros objetivos, dirigir nuestras acciones y marcar nuestros compromisos.

Cada quien es libre de tomar la literatura como guste, pero siento un dejo de desprecio hacia la misma cuando alguien dice que solo lee por distracción, entretenimiento, para que sus emociones salgan a flor de piel o para escapar de la realidad. Detrás de las historias, la mayoría de veces, y si el libro es bueno, hay mucho valor; detrás de los personajes se pueden interpretar características del complejo accionar de los seres humanos; en los diálogos podemos rescatar verdades, mentiras, engaños, reacciones y más, que enriquezcan nuestra concepción de éste mundo, de la vida misma: de lo que es, de lo que no es e incluso de cómo debería de ser.

Muchas veces una historia es la mejor forma de transmitir cierto conocimiento.

Platón, allá por el año 390 antes de la era común, quiso compartir cómo el conocer la verdad libera al ser humano de sus creencias y permite ver más allá del mundo que se percibe, dividiendo la realidad en dos: el mundo físico al que se advierte con los sentidos y el reino de lo inmutable o lo irreal, que es accesible solo al intelecto. Y para hacerlo creó su famosa y célebre “Alegoría de la Caverna”, utilizando de manera magistral el recurso literario para enseñar, independientemente de lo mucho que se podría discutir al respecto de ella.

La literatura, aunque placentera, es bastante más que un pasatiempo. Detrás de ella existe también el placer del conocimiento.

No recuerdo qué tan bien dominaba la tabla del ocho en aquel entonces, pero sí tengo presente que nos enseñaron una canción que era más que un mal ritmo y una fea melodía: era una pieza que tenía en su letra conocimiento, por parco que éste fuera. Se que muchos terminaron aprendiendo las multiplicaciones de esa forma, y también es cierto que todavía hoy me se la melodía y la letra, y si en algún momento llego a tener dificultad al multiplicar por ocho, podré recurrir a aquella mala canción.

Saludos

——

Omar Velásquez — @omarvelz
Escritor guatemalteco.
http://omarvelz.wordpress.com


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Comentarios

Una respuesta a «Más que un placer»

  1. Avatar de Ruth
    Ruth

    Hola disculpa que te escriba para esto, recuerdas quien canta esa cancion de la tabla del 8?