Transcurría el año de 1989. Me habían cambiado nuevamente de colegio y la adaptación fue sin duda de las más difíciles que me tocó. Fue el colegio en donde más encontré disputas de poder –si a querer ser el gallito de la clase se le puede llamar así–, el año en donde más peleas a los golpes protagonicé –la primera fue al tercer día de clases–, y en donde las travesuras las hacíamos en grupo aunque no lo quisiera –convenía más tomar bando y quedar siempre en contra de profesores y de la dirección–. Un día, en medio de aquel vaivén de circunstancias, casi a mediados del ciclo escolar, se presentó el director para contarnos que la tecnología se hacía presente en el establecimiento; que el colegio había logrado hacerse de algunas computadoras; y que quien quisiera recibir esos cursos lo podría hacer a cambio de una cuota mensual adicional a la colegiatura. También dijo que los que no tomaran la opción continuarían recibiendo clases normales durante ese período. Fue mentira. Las clases no fueron normales. Supongo que a los profesores les daba pereza impartir cátedra para los tres que quedábamos en el aula. Mi papá, que sabía menos de computadoras que yo, que no sabía nada, no se mostró interesado en dar un dinero que no tenía, para tal propósito.
No comprendía la excitación que acompañaba a mis compañeros cuando regresaban de su clase de Compu. Lo único que veía era que cargaban con un plástico negro, frágil y delgado al que todos ponían una etiqueta en la que escribían con letras grandes DOS. Pero la curiosidad me carcomía, sobre todo cuando mencionaban que les daban chance de jugar en las computadoras (Test Drive, GP y 4×4 eran los temas importantes de aquellos días).
Un par de meses después logré tener contacto con esas computadoras, o mas bien pasó que pude verlas, porque nadie me invitó a teclear algo. Me gustaron aquellos televisores de imágenes ámbar y cuadradas. Para entonces no tenía idea del papel tan importante que jugarían aquellas máquinas en mi futuro, tanto estudiantil como laboral.
A uno deberían de prepararlo, cuando se está a punto de graduar, para aprender a contestar la misma pregunta cientos de veces sin exasperarse por dentro. Al año siguiente de obtener mi título de nivel medio, todo mundo andaba con preguntadera de lo mismo: «¿Qué seguiste estudiando en la U?». En varias de aquellas ocasiones me hicieron esa pregunta frente a mis padres –a veces las mismas personas–, a lo que tocaba contar siempre lo mismo, que había decidido estudiar Ingeniería en Sistemas. Entonces solían comentar, más a mis padres que a mí, lo inteligente que hay que ser para ponerse a estudiar computadoras –fuera del medio la palabra programación casi no se usaba por aquellos días–. Más que halago sus palabras me producía desasosiego y nervios: <<Yo no soy tan inteligente así que lo más seguro es que resulte perdiendo todas mis clases>> concluía.
Muchos aún mantienen esa idea de lo brillante que hay que ser para darle instrucciones a una computadora, pero si somos honestos el mayor requisito que existe es que se tenga algo de habilidad abstracta y quizá un gusto por trabajar con el computador. Luego es perseverancia y ganas de aprender, como con casi todo. Dicho de otra forma, el que seas programador no es prueba suficiente de que eres inteligente.
Recuerdo haber leído varios artículos –quizá uno que otro en este mismo sitio– que hablaban de las virtudes de los libros. ¿Qué se ocurre?: que son sin duda alguna de los mejores inventos que existen porque son un excelente medio para guardar información y conocimiento, a la vez que para transmitirlo a distancias lejanas de tiempo y espacio; que tienen la capacidad de transportar a mundos distintos, inexistentes o probables; que permiten el desarrollo de la imaginación, de la creatividad y del deseo; que son capaces de tocar las emociones y ayudar a que uno defina su filosofía de vida. Solo por mencionar algunas. Pero hay algo que un libro no puede hacer: un libro no hace «cool» a nadie.
Las virtudes del libro no pasan en automático al lector. El que se sea lector no hace que uno sea una especie de raza distinta, ni que se sea parte de una élite de escogidos. La lectura no da otro estatus. La lectura no lleva a nadie a vivir en otros mundos, solo lleva de paseo por ellos. La lectura no hace imaginar, crear, ni arder en deseos sin ayuda del lector. Vamos, que leer no vuelve a nadie especial. Leer solo convierte a alguien en lector. Y, contrario a lo que la masa asume, el que se lean muchos libros no hace inteligente, ni disciplinado, ni dedicado a nadie. Pero en cambio brinda una enorme oportunidad a todos.
Es el lector quien decide qué leer, cuánto leer y aprovechar o no lo que el libro tiene para dar. Se puede leer solo por distracción o se puede decidir aprender de las historias. Se puede buscar que la imaginación vuele y volverla parte del día a día del lector o dejarlo todo como una anécdota sin sabor. A un lector no se le puede considerar una persona disciplinada y dedicada porque lea, después de todo es algo que se hace porque se disfruta –como cualquier cinéfilo no podría considerarse disciplinado por ver decenas de películas al año–, pero en cambio se puede demostrar ambición e inquietud por el saber e intentar aprender de todo, mejor si huyendo en ocasiones de las lecturas propias de la zona de confort.
Lo que hace distinto del montón al lector no es la cantidad de libros que leyó sino lo que aprendió de ellos.
Suele decirse que cuando uno se presenta a una entrevista de trabajo es importante llevar un libro bajo el brazo para dar la impresión de que se es intelectual, pero ya ni para eso sirve porque todos conocemos el truco. A lo mejor para lo único que sirva es para malgastar el tiempo en un esfuerzo innecesario por aparentar ser lo que no se es. Leer porque está de moda es, si no la peor, una de las peores justificaciones que existen. Tan mala como declararse de tajo y a veces hasta con orgullo un negado para la lectura.
No puedo ni pretendo criticar a nadie que lea solo por placer o distracción y que no se esmere en progresar en el nivel de sus lecturas. Es una opción y es válida. Pero puedo criticar a quien se siente superior pensando que hereda todo lo bueno de los libros sin hacer la parte que le corresponde.
Vale la pena tener presente que el que se lean muchos libros no significa que se es muy inteligente, y que el gusto por la lectura no hace a nadie mejor persona.
Ha pasado el tiempo desde aquellos inicios de los noventas y desde entonces prácticamente todos mis trabajos han tenido que ver con computadoras y con el área de desarrollo de software. Se ve que lo de muy inteligente no era un requisito indispensable.
Saludos
PS. Originalmente escribí este artículo para publicarlo en mi blog personal, pensando que me equivocaba de lugar al publicarlo aquí. Quizá tenía razón… Quizá.
Comentarios
2 respuestas a «¡Cuánto has leído!»
Muy buena reflexión, a veces pasa que nos gusta tanto leer que nos volvemos algo fanáticos y así como un aficionado de fútbol de un equipo ganador puede llegar a sentir que es mejor que el del equipo perdedor, de repente creemos que nuestra afición por la lectura nos hace mejores que quienes no la tienen… tal vez sea naturaleza humana, leer quizá te puede hacer crecer como persona, pero en todo caso te haría mejor persona de lo que tu mismo podrías ser si no lo hicieras, como cualquier experiencia de vida… no mejor que nadie más.
Me dejás pensando en lo que significa la inteligencia. Es cierto que hay un imaginario que un ingeniero en sistemas o un lector son inteligentes, o más inteligente que el promedio; pero nadie habla de la inteligencia del deportista profesional o la de un músico por ejemplo, son otros adjetivos los que se usan. Concuerdo que una persona asidua a la lectura no es más inteligente, aunque obviamente desarrolla más habilidades que la persona que no lo hace, mejora la ortografía, aumenta el vocabulario, etc. El problema pienso y lo describes muy bien, es el aparentar por impresionar y eso es como saber dónde está el tesoro y no ir por él.
Qué bueno que publicaste aquí.
Saludos,