Se me antoja soñar una puerta. Una no muy pequeña, de tal que pueda pasar por ella sin tener que agacharme o sin hacer ninguna clase de esfuerzo. Quiero entrar cómodo, pero no la quiero muy grande para que no sea imponente, atemorizante, ni intimidante. La quiero de madera, con labrados simétricos… curvos… artesanos. Por favor que no sea de metal… las puertas de metal encierran, dividen, separan… las de madera invitan, comunican y sólo resguardan. De cualquier otro material no merecen llamarse puertas.
Esta puerta debe conectarme con otro mundo, pero uno que no sea como el de Lewis Carroll. Eso de perseguir un conejo blanco porque sí no se me da mucho, aunque he de confesar que la canción de los Jefferson Airplane no me desagradaría como fondo musical para iniciar la aventura. Además percibo aquel lugar de incoherencias —o de coherencias diferentes— demasiado cargado de color para mi gusto o quizá sólo esté falto de grises. Y no decir de los descuidados detalles que tienen que brindar su toque de realidad a la fantasía. Es que puedo entender de un conejo que hable, pero no que Alicia cambie de tamaño y a la vez lo haga la ropa que porta. Yo necesito que la irrealidad me convenza.
Podría ser una puerta de entrada a La Casa Tomada —una en la que no se fijó Cortázar—. Eso sí, yo quiero entrar cuando solo se la conocía por “La casa” o “La casa que iba a ser tomada”. Reconozco que me gustaba más la primera versión que vi de la construcción, la de mi lectura: la que no estaba ordenada; la que estaba formada por paredes y puertas sin sentido y a cuyo diseño olvidé colocarle ventanas, pero en cambio atiborré con lámparas de aceite; la que siempre vi de noche y obscura —se ve que las lamparas eran de mala calidad—. Ahora en cambio que en una revista vi el plano no me gustó tanto. La vi muy grade y a los personajes muy pequeños… más bien me parece admirable que Irene y su hermano hallan permanecido un tiempo habitándola sin salir despavoridos, huyendo del aburrimiento. Yo entraría justo para ver a aquello que tomó la casa —cosa de saber si mi teoría es correcta y lo entendí a Julio— y guardaría el secreto, para luego volver por mi puerta. Pero capaz que eso sería desperdiciar la oportunidad: quién quita y tenga ocasión de visitar Chivilcoy y conocer el inmueble, aunque sea por fuera.
Ya que ando por el sur se me ocurre que la puerta podría conectar con la calle Garay o, mejor aún, directo con el sótano de la casa en donde se encuentra El Aleph —para qué tomarme la molestia de solicitar permiso o escabullirme dentro—. Mejor entro, me acuesto y veo hacia el escalón correspondiente sin perturbar a nadie. ¡Claro que sí! Querría contemplar en un instante todas las cosas, pero le rogaría que no me mostrara las que fueron y las que serán —eso sería deleznable y condenatorio—. Saber todo lo que fue le quita misterio a la existencia y saber todo lo que será roba motivación. Yo querría verlo todo sobre un pequeño presente, el de un solo instante. No sólo por el morbo —el primero que esté libre…—, sino por la confianza que se obtiene de saber dónde uno está parado, para luego continuar caminando. Me entusiasma conocer el presente de todo sin saber cómo se llegó a él, ni a qué conducirá.
¿O una cárcel?
La puerta debería conducir a la prisión en donde se encuentra Raskólnikov. No me llama la atención conocer el sombrío lugar —con lo poco que describe Dostoievski me alcanza—. Yo iría a convencerlo que saliera por ratos; que atravesáramos juntos la puerta tras la cual habría dejado preparada una pequeña mesa y dos sillas —nada de lujo para que no se sintiera fuera de lugar— y un café bien seleccionado —guatemalteco, por supuesto—. Cosa de saborear una excelente bebida mientras intercambiamos ideas sobre la culpabilidad, la existencia, los principios y la moral, el vivir y el morir, la justicia, el peso de las acciones, entre otros. Y capaz —¿por qué no?— que él también querría hablar de sus propias inquietudes.
Sin importar a dónde me llevara, atravesar esa puerta concluiría siempre en una sorpresa. No hay garantía de que al cruzarla sabré lo que hay detrás, pero no puedo evirarlo, me apetece cierto control. Que lo sorprendan a uno en justa medida es más placentero. Como cuando un lector toma un libro y, aunque no sabe lo que hay dentro, conoce bien lo que espera obtener de él. De ahí que decida por un género en lugar de otro.
¡Qué nunca se pierda la capacidad de soñar despierto!
Saludos
PS. ¿Qué tal que la puerta llevara al juicio por las tartas robadas a la Reina, celebrado en la última habitación de La Casa Tomada a medio invadir, con no más que el conocimiento del presente? Eso sí, la prisión que no sea la de Raskólnikov… esa que sea sólo para filosofar.