Lo confieso así sin más: soy un fanático de las malas películas. No podría identificar cuando me apareció el gusto, quizá es algo que traía desde que nací o fue la falta de opciones cuando en casa la televisión era en blanco y negro y no habían más que cuatro canales como oferta, pero lo cierto es que en realidad las disfruto. No importa el sabor. Puedo ver una historia romántica empalagosa, atorada de clichés, cuyo guión parece el ensayo de un muchacho de doce años que un día amanece con la idea de hacer películas y por la tarde ya tiene la historia. También puede ser una de vaqueros, no, no de mentiras, que todas lo son, sino de los vaqueros de verdad por los atuendos que usan, esas en donde desde que le ves la cara al protagonista ya sabes que tiene mejor puntería que todos, es capaz de cabalgar a todo galope y es la pistola más rápida del oeste. Ciencia ficción es aun mejor, robots que no lo parecen, ideas creativas e imposibles, disfraces que gritan que fueron hechos a la carrera y con poco presupuesto. No importa el tema ni el género, con todas puedo pasarlo bien.
La explicación es sencilla, soy un juzgón de primera, me encanta reírme de las malas actuaciones, de lo malo que son algunos como actores, de los escritores que usan y usan y vuelven a usar los mismos recursos. Cuando logro anticiparme a una escena, a un giro de la historia o a una frase del diálogo me parece genial. Quizá es que, sin mucha conciencia de ello, pienso que yo sería capaz de hacer lo que estoy viendo y si otro con tan poco fue capaz de hacer una película, no todo estaría perdido para alguno de nosotros. Dicho de otra forma, las malas películas son un alimento para el ego… un mal alimento porque compararse con trabajos mediocres no es para nada plausible, pero algo de esperanza siembra.
En cambio me pongo de malas cuando termino un libro que pueda calificar de “reverenda fruslería” (porquería se me hizo una palabra muy pesada para este sitio). No obstante que pareciera que la idea aquella de que “en todo lo malo hay algo de bueno” o la “relatividad de las cosas”, vuelve condescendiente a los lectores y cuesta juzgar un texto de malo, sobre todo si es un BestSeller, un clásico o el libro de moda.
Quizá es que la televisión nació con aquello de no proporcionar mucho valor a nuestras vidas, en cambio el libro tiene detrás ese misticismo de la enseñanza y la seriedad. Aquellas letras encerradas entre dos tapas infunden respeto. No es para todos, porque ver una película cualquiera puede, pero leer la historia y entenderla, no somos tantos.
Al final, desperdiciar hora y media en una película mala, pero que divierte, no parece una pérdida de tiempo total, pero en cambio dedicarle tiempo a un mal libro, el esfuerzo en dibujar lo que el escritor nos cuenta tratando de encontrar lo que está más allá de las palabras, es una muy mala inversión. No logré decidirme entre decepción y traición para definir el sentimiento que me acompaña cuando cierro el libro y lo pongo en mi librera a sabiendas de que sigo siendo el mismo que cuando lo empecé y que jamás volveré a abrirlo.
Burlarse de una mala película es placentero. Cuando termino de leer un mal libro siento que la burla me la hicieron a mí.
Saludos
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Omar Velásquez — @omarvelz
Guatemalteco, escritor, analista/programador, esposo, padre y tengo en mi haber varios tìtulos más, de esos que el correr de los años va cargando sobre nuestros hombros.
http://omarvelz.wordpress.com