Desde que estaba en el colegio ya me parecía una actividad que no tenía mucho sentido, no obstante parecía ser el único, pues irremediablemente se hacía para cada “Día del Cariño”. Comenzaba con el afán de algunos por realizar, lo que seguro en sus mentes era percibido, al menos, como una convivencia memorable. Continuaba con el establecimiento de las reglas, que para entonces sólo consistía en determinar el mínimo que debería de costar el regalo que se habría de intercambiar. Para terminar la planificación se llegaba el incómodo momento de ver a quién le tenía que dar regalo cada uno, y digo incómodo por aquello de que tocara alguien con quien no se simpatizaba, que, en casi todas las aulas se da, o alguien con quien, sin duda, uno se ganaría una buena “molestadera”. Algunas veces intenté dejar de participar utilizando distintos argumentos, pero resultaba que los profesores veían tan importante aquello que terminaban asignando puntuación: así, cinco puntos netos se compraban a dos quetzales con cincuenta centavos, que era el valor que se acordaba en aquellos días. Nunca quedé bien y nunca quedaron bien conmigo, nadie compraba el regalo con la intención de hacer feliz al compañero.
A pesar de todo hay quienes consideran que los intercambios son una actividad de mucho valor o, por alguna razón que no logro identificar, la encuentran divertida. Así que los entusiastas, como lo aprendieron bien, la continúan organizando en universidades, empresas o en cualquier grupo de personas que, distraídos, permitan que alguien salte con la brillante y original propuesta, tanto par el día del cariño, como para los convivios navideños, solo que, de un tiempo para acá, hay nuevas reglas, tanto fue de quedar mal con los presentes que ahora uno tiene que decir exactamente lo que se desea, o, para que tenga “emoción” dar tres opciones, cosa de poder ser sorprendido a la hora de abrir el regalo. Lo cierto es que dicha sorpresa no existe, comprarán, como primera opción el más barato o como segunda, el más fácil de conseguir y aún así, no hay garantía de satisfacción, por aquello de que en gustos se rompen géneros.
Llegaba la época navideña a la empresa y…. “Un libro” dije sin pensarlo mucho, por lo que recibí una sarta de expresiones aludiendo a lo complicado de mi petición. “Pero de qué tipo, hay muchos”, “Cómo saber cuál te gusta”, “Mejor decí el título que querés”. Al final terminé, según yo, dejándolo muy sencillo: “Quiero un clásico, ya que esos son baratos, pero que no sea Así Hablaba Zaratustra” que era el libro con el que me estaba, en ese entonces, quebrándome la cabeza, pues lo encontraba, y aún hoy lo considero, difícil de digerir. El día del intercambio, como no lo estuve antes, estaba emocionado por la sorpresa, me tenía que gustar el regalo y era dueño de una agradable expectativa por saber cuál me regalarían, sería, sin duda, el mejor intercambio en el que hubiera participado. El libro que me regalaron fue… sí, adivinaron: “Así habló Zaratustra” que no es el mismo pues uno se titula “hablaba” el otro “habló”, eso porque el que yo tenía en uso era de Editorial Edaf y el que me regalaron, recomendado por el vendedor de la tienda como un excelente “clásico”, según me contó quien me dio el obsequio, es de Alianza Editorial.
Pensando en todo de lo que se habla de los libros, las historias, sus personajes y en temas similares, me acerqué a mi librera y me di cuenta que nunca había prestado atención, al menos no detenidamente, a ese otro valor que los textos poseen. Las anécdotas que encierran, ya por la forma en que llegaron a nuestras manos o el lugar donde se adquirieron, por la persona quien nos lo regalo o quizá que solo lo recomendó, la circunstancia en que lo leímos o el motivo por el que decidimos hacerlo, lo que nos recuerda o las personas, lugares o cosas con las que los relacionamos.
El valor de un libro puede ir más allá de lo que encierra entre portada y contraportada.
Mis dos ediciones de la famosa obra de Nietzsche están juntas en mi librera, son un recordatorio de aquella graciosa decepción y mi prueba irrefutable de que los intercambios no son una buena idea. Sonrío cuando los veo y cuando busco alguna referencia solo saco la edición que leí, la otra lo único que hace es dedicarse a envejecer. Volteo hacia otro lugar del mueble y encuentro otro libro y recuerdo su anécdota. Giro hacia otro y pasa lo mismo. Unas con más y otras con menos valor. Hay muchas historias detrás de esas historias.
Sin duda alguna, soy de aquellos a quienes nos cuesta desprendernos de un libro.
Saludos